Aciaga era la noche con las nubes cubriendo el cielo. Escondido tras el tronco de un árbol esperaba su fatal destino. Los largos años a la intemperie le habían enseñado a confundir su respiración, aún fatigada, con la brisa que mueve las hojas de los árboles; sus pasos con el leve crepitar de un pequeño animal sobre las ramas y las hojas caídas. Pero ya nada de eso servía. Le habían puesto precio a su cabeza, que algunos pensaban ganarse cuál trofeo como las cabezas de los lobos y jabalíes que otras tantas veces él mismo había cazado. Pero esta vez las tornas se habían invertido.
Ya todo estaba perdido. El sudor que emergía de su frente tras las largas horas intentando dar esquinazo a su cazador, se mezclaban con las finas gotas de lluvia que empezaban a caer. El tintineo a sus espaldas, al otro lado del árbol, era inconfundible; aquellas finas gotas golpeando la armadura de su enemigo, que de pronto se le antojaban como una dulce y macabra danza fúnebre, delataban la presencia de éste de la misma forma que aquellas mismas finas gotas sobre la suya firmaban su sentencia de muerte.
Él siempre había confiado en ella. Las largas noches bajo su tutela le habían brindado el don de escudriñar la oscuridad con su tenue luz como sólo los pardos felinos que habitan los tejados saben hacer. Pero aquella noche le había abandonado robándole la única ventaja que podía tener frente a su cazador, más grande, más fuerte y mejor armado.
Decepcionado aceptó su desgraciado sino, decidiendo sobre la marcha que si había de abrazar a la negra doncella debía bailar con ella como un apuesto caballero, y giró sobre el tronco zafándose con la diestra de los matojos que completaban su cobertura sabiéndose muerto con la única excepción de que su perseguidor errase el envite y él acertase de pleno.
Para su sorpresa, su contrincante no vio bajar la espada y ahora yacía en el barro del suelo. Giró sobre sí mismo mirando al cielo, como para darle las gracias a los dioses, y allí la vio. Apenas un minúsculo agujero entre las nubes había dejado pasar un pequeño haz plateado, el mismo que reflejado en su metálica armadura había cegado por completo al mercenario que pretendía darle caza, salvándole así la vida.
Sabía que no le podía fallar. Nunca le había fallado. Su nacimiento había estado marcado por el plenilunio y no sería una noche con Luna, ni por todas las nubes que cerrasen el cielo, cuando él había de probar la fría guadaña del destino. Ella era su confidente y su compañera; su espada y su escudo.
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